sábado, 21 de noviembre de 2015

Carta del suicida. Gonzalo Rojas

Juro que esta mujer me ha partido los sesos,
Por que ella sale y entra como una bala loca,
Y abre mis parietales y nunca cicatriza,
Así sople el verano o el invierno,
Así viva feliz sentado sobre el triunfo
Y el estomago lleno, como un cóndor saciado,
Así padezca el látigo del hambre,
así me acueste
O me levante, y me hunda de cabeza en el día
Como una piedra bajo la corriente cambiante.

Así toque mi citara para engañarme, así
Se habrá una puerta y entren diez mujeres desnudas,
Marcadas sus espaldas con mi letra, y se arrojen
Unas sobre otras hasta consumirse.

Juro que ella perdura porque ella sale y entra
Como una bala loca,
Me sigue a donde voy y me sirve de hada.

Perdí mi juventud en los burdeles... Gonzalo Rojas

Perdí mi juventud en los burdeles
pero no te he perdido
ni un instante, mi bestia,
máquina del placer, mi pobre novia
reventada en el baile.

Me acostaba contigo,
mordía tus pezones furibundo,
me ahogaba en tu perfume cada noche,
y al alba te miraba
dormida en la marea de la alcoba,
dura como una roca en la tormenta.

Pasábamos por ti como las olas
todos los que te amábamos. Dormíamos
con tu cuerpo sagrado.
Salíamos de ti paridos nuevamente
por el placer, al mundo.

Perdí mi juventud en los burdeles,
pero daría mi alma
por besarte a la luz de los espejos
de aquel salón, sepulcro de la carne,
el cigarro y el vino.

Allí, bella entre todas,
reinabas para mí sobre las nubes
de la miseria.

A torrentes tus ojos despedían
rayos verdes y azules. A torrentes
tu corazón salía hasta tus labios,
latía largamente por tu cuerpo,
por tus piernas hermosas
y goteaba en el pozo de tu boca profunda.

Después de la taberna,
a tientas por la escala,
maldiciendo la luz del nuevo día,
demonio a los veinte años,
entré al salón esa mañana negra.

Y se me heló la sangre al verte muda,
rodeada por las otras,
mudos los instrumentos y las sillas,
y la alfombra de felpa, y los espejos
copiaban en vano tu hermosura.

Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer, y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor
a muerte.

No he podido saciarme nunca en nadie,
porque yo iba subiendo, devorado
por el deseo oscuro de tu cuerpo
cuando te hallé acostada boca arriba,
y me dejaste frío en lo caliente,
y te perdí, y no pude
nacer de ti otra vez, y ya no pude
sino bajar terriblemente solo
a buscar mi cabeza por el mundo.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Amor Oculto. Manuel del Palacio

Ya de mi amor la confesión sincera
Oyeron tus calladas celosías,
Y fue testigo de las ansias mías
La luna, de los tristes compañera.

Tu nombre dice el ave placentera
A quien visito yo todos los días,
Y alegran mis soñadas alegrías
El valle, el monte, la comarca entera.

Sólo tú mi secreto no conoces,
Por más que el alma con latido ardiente,
Sin yo quererlo, te lo diga a voces;

Y acaso has de ignorarlo eternamente,
Como las ondas de la mar veloces
La ofrenda ignoran que les da la fuente.

Romance sin Título. Lope de Vega

A mis soledades voy.
De mi soledades vengo,
Porque para andar conmigo
Me bastan mis pensamientos.

¡No sé qué, tiene la aldea
Donde vivo y donde muero,
Que con venir de mí mismo
No puedo venir más lejos!

Ni estoy bien ni mal conmigo;
Mas dice mi entendimiento
Que un hombre que todo es alma
Está cautivo en su cuerpo.

Entiendo lo que me basta,
Y solamente no entiendo
Cómo se sufre a sí mismo
Un ignorante soberbio.

De cuantas cosas me cansan,
Fácilmente me defiendo;
Pero no puedo guardarme
De los peligros de un necio.

Él dirá que yo lo soy,
Pero con falso argumento;
Que humildad y necedad
No caben en un sujeto.

La diferencia conozco,
Porque en él y en mí contemplo,
Su locura en su arrogancia,
Mi humildad en su desprecio.

O sabe naturaleza
Más que supo en otro tiempo,
O tantos que nacen sabios
Es porque lo dicen ellos.

«Sólo sé que no sé nada»,
Dijo un filósofo, haciendo
La cuenta con su humildad,
Adonde lo más es menos.

No me precio de entendido,
De desdichado me precio;
Que los que no son dichosos,
¿Cómo pueden ser discretos?

No puede durar el mundo,
Porque dicen, y lo creo,
Que suena a vidrio quebrado
Y que ha de romperse presto.

Señales son del juicio
Ver que todos le perdemos,
Unos por carta de más,
Otros por carta de menos.

Dijeron que antiguamente
Se fue la verdad al cielo:
Tal la pusieron los hombres
Que desde entonces no ha vuelto.

En dos edades vivimos
Los propios y los ajenos,
La de plata los extraños,
Y la de cobre los nuestros.

¿A quién no dará cuidado,
Si es español verdadero,
Ver los hombres a lo antiguo
Y el valor a lo moderno?

Todos andan bien vestidos
Y quejánse de los precios;
De medio arriba, romano,
De medio abajo, romeros.

Dijo Dios que comería
Su pan el hombre primero
Con el sudor de su cara,
Por quebrar su mandamiento;

Y algunos inobedientes
A la vergüenza y al miedo,
Con las prendas de su honor
Han trocado los efectos.

Virtud y filosofía
Peregrinan como ciegos:
El uno se lleva al otro,
Llorando van y pidiendo.

Dos polos tiene la tierra,
Universal movimiento,
La mejor vida el favor,
La mejor sangre el dinero.

Oigo tañer las campanas,
Y no me espanto, aunque puedo,
Que en lugar de tantas cruces
Haya tantos hombres muertos.

Mirando estoy los sepulcros
Cuyos mármoles eternos
Están diciendo sin lengua
Que no lo fueron sus dueños.

¡Oh, bien haya quien los hizo,
Porque solamente en ellos
De los poderosos grandes
Se vengaron los pequeños!

Fea pintan a la envidia:
Yo confieso que la tengo
De unos hombres que no saben
Quién vive pared en medio.

Sin libros y sin papeles,
Sin tratos, cuentas ni cuentos,
Cuando quieren escribir
Piden prestado el tintero.

Sin ser pobres ni ser ricos,
Tienen chimenea y huerto;
No los despiertan cuidados,
Ni pretensiones, ni pleitos.

Ni murmuraron del grande,
Ni ofendieron al pequeño;
Nunca, como yo, firmaron
Parabién, ni pascua dieron.

Con esta envidia que digo,
Y lo que paso en silencio,
A mis soledades voy,
De mis soledades vengo.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Epistolar

No quiero que pienses que te he olvidado
Porque es bien sabido
que prefiero el viento de invierno
y las flores de mayo
 a una postal de París comprada con prisa
en el aeropuerto de Bordeaux
No es, que no me interese saber de ti
pero soy un tonto para preguntar en prosa
de aquellas cosas tan asombrosas
que seguro te acontecen desde la última vez que te vi
y prefiero guardar el tiempo
como se guarda un gran secreto
y compartirlo contigo en el lugar y momento
en que casualidad y destino
compartan el mismo camino donde te conocí
Sin embargo… para evitar volverme
a tus ojos un desconocido indiferente
déjame adelantarte con un saludo cordial
el intermezzo de mi historia…
Amada Amiga:
Los años son implacables
Y ya no puedo beber como solía
ni dormir como dormía
aunque ahora sueño más
de esos sueños que aun  despierto
invaden mi pensamiento
con ideas retorcidas, escandalosas
agresivas de descubrir nuevas palabras.
Así es, he pensado en abandonar la oficina
y dedicar el resto de mi vida
a sembrar auroras y alboradas
para cosechar, claro, después de las lluvias
hermosos versos de colores
en vivos morados, rojos y azules
ya me  he hecho  del arado
un violín, partituras y un juego de pinceles
es suficiente para empezar.
Por cierto estoy a punto de alcanzar
un do de pecho.
Por otra parte en el amor
Sabes que después de haber tenido
roto el corazón un par de veces
había jurado sobre el lecho vacío de mi Padre
(porque aún felizmente vive)
No volverme a enamorar
Pero las cosas cambian y he conocido
A una mujer sobresaliente
A quien le escribo clandestinamente
Sobre su objeto de estudio
Ya que es especialista en lo que el mundo necesita
Vulnerasti cor meum
Ella es enfermera, blanca como una hoja de papel
Sus cabellos son como una parvada de pájaros
Simplemente me gusta, como me gusta mirar el cielo
Y le robo los versos que se le caen de entre los dedos.
No soy rico, ese es un hecho y debo más de lo que tengo
Al mundo, a mis padres, los colores de una marina en acuarela
Un par de cuentos, una profecía incumplida, pero a la vida…
Y es lo que más me preocupa
¿Con que le pago que pueda llamarte amiga?
Siempre acudo a ti ante la duda
No vaya a ser que por tu virtud
En la próxima vida el samsara me coloque
A los pies de un elefante
Como un despreciable roedor
Y aún así como ratón
 de nuevo te buscaría.
Esta carta se vuelve larga
Tal vez es insensata mi forma de saludarte
Tal vez la próxima te escriba una canción.
Por tu fina atención agradezco haberme leído
Quedo de ti, desde ahora y para siempre
El Marqués de Nomeacuerdo.

lunes, 20 de julio de 2015

He aquí que tu estas sola. Jaime Sabines

He aquí que tú estás sola y que estoy solo.
Haces tus cosas diariamente y piensas
y yo pienso y recuerdo y estoy solo.
A la misma hora nos recordamos algo
y nos sufrimos. Como una droga mía y tuya
somos, y una locura celular nos recorre
y una sangre rebelde y sin cansancio.
Se me va a hacer llagas este cuerpo solo,
se me caerá la carne trozo a trozo.
Esto es lejía y muerte.
El corrosivo estar, el malestar
muriendo es nuestra muerte.

Ya no sé dónde estás. Yo ya he olvidado
quién eres, dónde estás, cómo te llamas.
Yo soy sólo una parte, sólo un brazo,
una mitad apenas, sólo un brazo.
Te recuerdo en mi boca y en mis manos.
Con mi lengua y mis ojos y mis manos
te sé, sabes a amor, a dulce amor, a carne,
a siembra , a flor, hueles a amor, a ti,
hueles a sal, sabes a sal, amor y a mí.
En mis labios te sé, te reconozco,
y giras y eres y miras incansable
y toda tú me suenas
dentro del corazón como mi sangre.
Te digo que estoy solo y que me faltas.
Nos faltamos, amor, y nos morimos
y nada haremos ya sino morirnos.
Esto lo sé, amor, esto sabemos.
Hoy y mañana, así, y cuando estemos
en nuestros brazos simples y cansados,
me faltarás, amor, nos faltaremos.


jueves, 9 de julio de 2015

Como me Gustaría maldecir como Bukowski.

Como me gustaría maldecir como Bukowski
Pero no esa ruin altanería que te encuentras por la calle
Que escuchas sin mesura, como alarde de bravura
De mis patanes colegas que llaman puta
A la primera que ven correr en tacones
para a fuerza de empujones no perder el transporte
Ah me encantaría que alabaran mis blasfemias
Pero no con las sucias maneras de llamar pendejo
Al no muy brillante sujeto que guarda el Sabbath
de los pobres en labores propias de misa y descanso
Ah sería excelso poder proferir improperios
maldiciones, insultos, injurias, agravios, calumnias
de una forma tan espontánea y elegante
por supuesto con recursos estilísticos y de lenguaje
que la gente que me encuentre caminando por la calle
me pida que le llame, imbécil, asno, tonto, ignorante
Párvulo, demente, estúpido iracundo, mozalbete tozudo
O mejor aún lame-bolas, huele-culos, come-caca
Y después se alejaran dándome las gracias
Sería un placer atender a quien
Con tanto esfuerzo aprecia el arte de la ofensa lirica
Y evita responder con un
muy poco aristocrático gesto unidactilar
bienvenidos sean a quienes les guste la poesía
así esta sea profana e impía
y si uno no siempre puede tener un buen día
que eso no impida insultar siempre con una sonrisa.

Annabel Lee. Egar Allan Poe

Fue hace muchos y muchos años,
     en un reino junto al mar,
habitó una señorita a quien puedes conocer
     por el nombre de Annabel Lee;
y esta señorita no vivía con otro pensamiento
     que amar y ser amada por mí.

Yo era un niño y ella era una niña
     en este reino junto al mar
pero nos amábamos con un amor que era más que amor
     —yo y mi Annabel Lee—
con un amor que los ángeles súblimes del Paraíso
     nos envidiaban a ella y a mí.

Y esa fue la razón que, hace muchos años,
     en este reino junto al mar,
un viento partió de una oscura nube aquella noche
     helando a mi Annabel Lee;
así que su noble parentela vinieron
     y me la arrebataron,
para silenciarla en una tumba
     en este reino junto al mar.

Lo ángeles, que no eran siquiera medio felices en el Paraíso,
     nos cogieron envidia a ella y a mí:—
Sí!, esa fue la razón (como todos los hombres saben)
     en este reino junto al mar)
que el viento salió de una nube, helando
     y matando mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte que el amor
     de aquellos que eran mayores que nosotros—
     de muchos más sabios que nosotros—
y ni los ángeles in el Paraíso encima
     ni los demonios debajo del mar
separarán jamás mi alma del alma
     de la hermosa Annabel Lee:—

Porque la luna no luce sin traérme sueños
     de la hermosa Annabel Lee;
ni brilla una estrella sin que vea los ojos brillantes
     de la hermosa Annabel Lee;
y así paso la noche acostado al lado
de mi querida, mi querida, mi vida, mi novia,
     en su sepulcro junto al mar—
     en su tumba a orillas del mar.

sábado, 30 de mayo de 2015

Canto Negro. Nicolás Guillén

¡Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
repica el negro bien negro;
congo solongo del Songo
baila yambó sobre un pie.

Mamatomba,
serembe cuserembá.

El negro canta y se ajuma,
el negro se ajuma y canta,
el negro canta y se va.
Acuememe serembó,

yambó,
aé.

Tamba, tamba, tamba, tamba,
tamba del negro que tumba;
tumba del negro, caramba,
caramba, que el negro tumba:
¡yamba, yambó, yambambé!


miércoles, 27 de mayo de 2015

Absolutio

Anoche sepulte a un hombre
de Nombre olvidado en la bruma
lo encontré y aún su cuerpo putrefacto
despojos de vida contenía
auxilio pedía
 con ademan doliente  de limosna
ya estaba muerto… pero aun vivía
nada que hacer, ¿ayuda? innecesaria
solo tiempo, esperar a que muriera
su olor penetrante transportaba a los infiernos
de la carne, su voz jadeante se confundía
entre oración, maldición o encanto
un hechizo lanzado por un mago
¿Un Nombre? pronunciaba un Nombre
de una mujer, lo descifre
más que por su sonido por su tacto
porque aun con amor pronunciaba
el  amargo dolor  de su condena
su llanto se había acabado
pero la lluvia sobre su rostro
corría lentamente en sus mejillas
carcomidas por el olvido
como el polvo sobre una carta
que nunca fue leída
eso es todo compartía su dolor
ese era su adiós
sostuve su mano por un tiempo
es incierto el destino
que le aguardaba después
encuentra tu camino
en la tierra bajo los pies
ego te absolvo
in nomine Patri
et Filii
et Spiritus Sancti
una mentira que redime

tan mala no puede ser.

jueves, 21 de mayo de 2015

La amenaza de la Flor. Alfonso Reyes

Flor de las adormideras:
engáñame y no me quieras.

¡Cuánto el aroma exageras,
cuánto extremas tu arrebol,
flor que te pintas ojeras
y exhalas el alma al sol!
Flor de las adormideras.

Una se te parecía
en el rubor con que engañas,
y también porque tenía,
como tú, negras pestañas.

Flor de las adormideras.
Una se te parecía.. .
Y tiemblo sólo de ver
tu mano puesta en la mía:
¡Tiemblo no amanezca un día
en que te vuelvas mujer!

miércoles, 29 de abril de 2015

Nunca des todo el Corazón. William Butler Yeats

Nunca des todo el corazón pues el amor
apenas merecerá ser tema de pensamiento
para las mujeres apasionadas si parece
seguro; ellas nunca sueñan
que de beso a beso se va marchitando;
pues todo lo bello es sólo
un breve, soñador, amable deleite.

Oh, nunca des el corazón completamente
pues ellas, aunque otras cosas digan tersos labios,
han entregado su corazón al juego.
¿Quién podría jugar bien
si sordo y mudo y ciego de amor?
Quien esto escribe conoce bien todo el costo,
pues dio su corazón y lo perdió.


Never give all the heart, for love
Will hardly seem worth thinking of
To passionate women if it seem
Certain, and they never dream
That it fades out from kiss to kiss;
For everything that’s lovely is
But a brief, dreamy, kind delight.
O never give the heart outright,
For they, for all smooth lips can say,
Have given their hearts up to the play.
And who could play it well enough
If deaf and dumb and blind with love?
He that made this knows all the cost,
For he gave all his heart and lost.

Una Canción de un trago. William Butler Yeats

El vino entra en la boca 
Y el amor entra en los ojos; 
Esto es todo lo que en verdad conocemos 
Antes de envejecer y morir. 
Así llevo el vaso a mi boca, 
Y te miro, y suspiro.

Wine comes in at the mouth
And love comes in at the eye;
That’s all we shall know for truth
Before we grow old and die.
I lift the glass to my mouth,
I look at you, and I sigh.

Cuando seas vieja, gris y cansada. William Butler Yeats

Cuando seas vieja, gris y cansada,
y cabeceando junto al fuego tomes este libro,
y quedamente leas, soñando con los ojos fijos
que tu mirada un día tuvo, ahora ensombrecida;

Cuántos adoraron tus instantes de alegre gracia,
y amaron tu belleza con amor falso, o verdadero;
pero solo un hombre amó tu espíritu viajero,
y las penas de tu rostro que cambiaba.

E inclinándote junto al resplandor del fuego,
quizás murmures, un poco triste, cómo huyó el amor,
cómo su verdor flotó lejos sobre las montañas,
y escondió su rostro en una multitud de estrellas.


When you are old and grey and full of sleep,
And nodding by the fire, take down this book,
And slowly read, and dream of the soft look
Your eyes had once, and of their shadows deep;

How many loved your moments of glad grace,
And loved your beauty with love false or true,
But one man loved the pilgrim soul in you,
And loved the sorrows of your changing face;

And bending down beside the glowing bars,
Murmur, a little sadly, how Love fled
And paced upon the mountains overhead
And hid his face amid a crowd of stars.

La Maldición de Adán. William Butler Yeats

Nos sentamos juntos un atardecer de verano,
Aquella hermosa mujer, tu íntima amiga,
Tú y yo, y charlamos de poesía.
Yo dije: “Un línea tal vez pueda llevarnos horas,
Pero si no recrea un pensamiento instantáneo,
Nuestro hilar y deshilar a sido en vano.
Mejor sería que te pusieras de rodillas
Y fregaras el suelo de la cocina, o que picaras piedra
Como un pobre viejo de sol a sol;
Porque articular cadenciosamente los dulces sonidos
Es trabajo más duro que todo eso, y sin embargo
Serás tildado de holgazán por la ruidosa camarilla
De banqueros, profesores y clérigos
Que los mártires llaman Mundo.”
                                   
                                               Y entonces,
Aquella hermosa y apacible mujer por la cual
Más de uno se abandonaría a la angustia
Por descubrir que su acento es grave y dulce,
Respondió: “Nacer Mujer es saber
–que, aunque ellos nunca lo digan–
nuestro trabajo es ser hermosas.”



Yo asentí: “Cierto es que desde la caída de Adán
No hay excelencia lograda sin el mayor esfuerzo.
Han existido amantes para quienes el amor
Debía estar tan compuesto de galanteos y cortesías
Que suspiraban y glosaban frases de memoria
Con poses extraídas de algún viejo y hermoso libro;
Sin embargo ahora parece un asunto de lo más frívolo.”

Al nombrar el amor permanecimos callados;
Vimos apagarse los últimos emblemas de la luz
Y en el tembloroso verdiazul del cielo
Una luna, pálida como si hubiese sido una concha
Bañada por la perpetua marea del tiempo
Entre las estrellas se desgranaba en años y en días.

Tuve un pensamiento sólo para tus oídos:
Pensé que eras hermosa, y que había procurado amarte
Según la vieja costumbre del amor;
Que todo hacía parecer feliz, pero nos volveríamos
Tan descorazonados como la luna hueca.


We sat together at one summer’s end,
That beautiful mild woman, your close friend,   
And you and I, and talked of poetry.
I said, ‘A line will take us hours maybe;
Yet if it does not seem a moment’s thought,   
Our stitching and unstitching has been naught.   
Better go down upon your marrow-bones   
And scrub a kitchen pavement, or break stones   
Like an old pauper, in all kinds of weather;   
For to articulate sweet sounds together
Is to work harder than all these, and yet   
Be thought an idler by the noisy set
Of bankers, schoolmasters, and clergymen   
The martyrs call the world.’
                                          And thereupon
That beautiful mild woman for whose sake   
There’s many a one shall find out all heartache   
On finding that her voice is sweet and low   
Replied, ‘To be born woman is to know—
Although they do not talk of it at school—
That we must labour to be beautiful.’
I said, ‘It’s certain there is no fine thing   
Since Adam’s fall but needs much labouring.
There have been lovers who thought love should be   
So much compounded of high courtesy   
That they would sigh and quote with learned looks   
Precedents out of beautiful old books;   
Yet now it seems an idle trade enough.’

We sat grown quiet at the name of love;   
We saw the last embers of daylight die,   
And in the trembling blue-green of the sky   
A moon, worn as if it had been a shell   
Washed by time’s waters as they rose and fell   
About the stars and broke in days and years.

I had a thought for no one’s but your ears:   
That you were beautiful, and that I strove   
To love you in the old high way of love;
That it had all seemed happy, and yet we’d grown   
As weary-hearted as that hollow moon.

¿Por qué estás silenciosa? William Wordsworth


¿Por qué estás silenciosa? ¿Es una planta
tu amor, tan deleznable y pequeñita,
que el aire de la ausencia lo marchita?
Oye gemir la voz en mi garganta:

Yo te he servido como a regia Infanta.
Mendigo soy que amores solicita...
¡Oh limosna de amor! Piensa y medita
que sin tu amor mi vida se quebranta.

¡Háblame! no hay tormento cual la duda:
Si mi amoroso pecho te ha perdido
¿su desolada imagen no te mueve?

¡No permanezcas a mis ruegos muda!
que estoy más desolado que, en su nido,
el ave a la que cubre blanca nieve.

Lucía. William Wordsworth


Vivía en las regiones solitarias,
por donde nace el Dove,
una doncella a quien nadie alababa
y a quien querían pocos:

violeta junto a una musgosa piedra,
medio oculta al viandante,
bella como un lucero, cuando brilla,
muy solo, en el espacio.

Ignorada vivió, y pocos supieron
la muerte de Lucía;
mas ella está en la tumba, y para mí
ya todo ¡qué distinto!

                        * * *

Selló el sueño mi espíritu
y miedo no sentía:
ella me parecía como algo que no siente
el roce de los años.

No tiene movimiento ya, ni fuerza,
no oye ni ve nada;
mezclada con el curso diario de la tierra,
con las rocas, las piedras y los árboles.

Versión de Màrie Montand

lunes, 30 de marzo de 2015

Haiku

Es un estilo de poema japonés formado por tres versos de siete y cinco sílabas respectivamente pero adaptado según las necesidades del poeta en turno, la concepción original de esta obra estaba inspirado por la contemplación de la naturaleza, por lo que frecuentemente se encuentra acompañado de ilustraciones tradicionales japonesas.

El haiku es un estilo que ha trascendido más allá de los límites geográficos y temporales por lo que podemos encontrar todo tipo de composiciones de diversos autores y nacionalidades.

Podria volverme Poeta
para cantar a boca abierta que Quererte
es lo unico que quiero.

“En todo idilio
una boca hay que besa
y otra es besada”
Benedetti

“Mi vida es muda
ni novia, ni amistades…
¡ah sí¡ La luna”
Tablada

Estoy comiendo una manzana,
a veces la simpleza de las cosas
las hace maravillosas.

El ruiseñor
 unos días no viene;
 otros, dos veces.
Takai Kito

Qué distinto el otoño
Para mí que voy
Para ti que quedas.

Caligrama.

Un caligrama (del francés calligramme) es un poema, frase, palabra o un conjunto de palabras cuyo propósito es formar una figura acerca de lo que trata el poema, en la cual la tipografía, caligrafía o el texto manuscrito se arregla o configura de tal manera que crea una especie de imagen visual (poesía visual). La imagen creada por las palabras expresa visualmente lo que la palabra o palabras dicen. En un poema, este manifiesta el tema presentado por el texto del poema. En la modernidad se dio con las vanguardias que buscaban la ruptura y la innovación a principios del siglo XX, y más concretamente con el cubismo literario y los posteriores Creacionismo y Ultraísmo; el poeta cubista francés Guillaume Apollinaire fue un famoso creador de caligramas. El poeta creacionista chileno Vicente Huidobro ya había incluido su primer caligrama, "Triángulo armónico", en su libro Canciones en la Noche (1913).

Con Apollinaire, los caligramas se ponen de moda en las primeras décadas del siglo XX, aunque estos llevaban existiendo cientos de años en otras culturas, como en la caligrafía árabe.

La literatura hispánica cuenta con interesantes autores de caligramas; entre otros, los españoles Guillermo de Torre, Juan Larrea y Gerardo Diego; los peruanos Carlos Oquendo de Amat, Jorge Eduardo Eielson y Arturo Corcuera; el mexicano José Juan Tablada; el cubano Guillermo Cabrera Infante; el argentino Oliverio Girondo o el uruguayo Francisco Acuña de Figueroa. En lengua catalana, destacan Joan Salvat-Papasseit y Joan Brossa. Más recientemente Gustavo Vega ha creado una variedad de tipo plástico a la que él mismo ha denominado caligrama pictográfico. Fuente: Wikipedia.


jueves, 19 de febrero de 2015

Rima XXX. Gustavo Adolfo Bécquer

«Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mis labios una frase de perdón...
habló el orgullo y se enjugó su llanto,
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino, ella por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: "¿Por que callé aquél día?"
y ella dirá. "¿Por qué no lloré yo?"»

lunes, 16 de febrero de 2015

Besos. Gabriela Mistral

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos... vibró un beso,
y qué viste después...? Sangre en mis labios.

Yo te enseñé a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

viernes, 30 de enero de 2015

El Silencio. José Emilio Pacheco

"La silenciosa noche. Aquí en el bosque
No se escuchan rumores.
Los gusanos trabajan.
Los pájaros de presa hacen lo suyo.
Pero yo no oigo nada.
Sólo el silencio que da miedo. Tan raro,
Tan escaso se ha vuelto en este mundo
Que ya nadie se acuerda de cómo suena,
Nadie quiere
Estar consigo mismo un instante.
Mañana
Dejaremos la verdadera vida para mañana.
No asco de ser ni pesadumbre de estar vivo:
Extrañeza
De hallarse aquí y ahora en esta hora tan muda.
Silencio en este bosque, en esta casa
A la mitad del bosque.

¿Se habrá acabado el mundo?"

miércoles, 14 de enero de 2015

El Expulsado. Juan Gelman

me echaron del palacio/

no me importó/

me desterraron de mi tierra/

caminé por la tierra/

me deportaron de mi lengua/

ella me acompañó/

me apartaste de vos/

y se me pegan los huesos/

me abrasan llamas vivas/

estoy expulsado de mí.

El Juego en que andamos. Juan Gelman

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.

Gotán. Juan Gelman

Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo.
Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos.
Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad.
Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.

martes, 13 de enero de 2015

Poema XV. Pablo Neruda

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

lunes, 5 de enero de 2015

El Guardavía. Charles Dickens

Hace muchos años el Gobierno Federal de mi país (México) implementó un programa para instalar bibliotecas publicas en colonias populares, promoviendo al mismo tiempo durante el verano talleres para niños en sus instalaciones, "El Tunel del Cuento" era uno de ellos, habia otro donde haciamos experimentos sencillos pero divertidos, no recuerdo muy bien, había algun otro de agricultura y cosas por el estilo, la infraestructura era una casa rentada (perteneciente a una antigua amiga de mi mamá ya facellida en ese entonces a la cual llamaba con afecto Trini, y con la que compartía el gusto por flores y figurillas hechas de migajón) a la que trajeron anaqueles de color amarillo, un gran archivero de madera y libros muchos libros, más de los que había visto para ese entonces (tenia alrededor de ocho años) la cita era a las 4 de la tarde, había muchos niños a quienes  no recuerdo con excepción de un par de ellos debido a que mi madre les instruyo en el catecismo un par de años más tarde junto a mi hermano y a mi.
El trámite para prestamo de libros era muy sencillo, un día explorando entre ellos encontré uno titulado Historias de Terror o Cuentos de Terror no recuerdo con precisión su nombre, pero tal denominación  de inmediato llamó mi atención por lo que lo  obtuve más rápido de lo que tardas en decir: Treinta y Tres.
No recuerdo haberlo leído, pero recuerdo una tarde en la que nos econtrabamos todos reunidos en el cuarto de mi padre (mi Padre, mi Madre, mi hermano, mi hermana y yo) recostados en su cama (todos eramos aún pequeños y cabiamos casi perfectamente) cuando mi padre dijo que nos leeria una historia de ese libro, durante años solo he recordado esa frase dicha con la voz de mi Padre:
 ¡Ehhh, ahi abajo!
Hoy más de veinte años despues, he encontrado el cuento, que con gusto volveré a leer recordando esa calurosa tarde de verano en el lugar más feliz del mundo:


-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

-¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

-Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

-Dios sabe -dije-, grité algo parecido...

-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

-¿Por ninguna otra razón?

-¿Qué otra razón podría tener?

-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

-No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?

-Por supuesto, señor.

-Buenas noches y aquí tiene mi mano.

-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

-¿Esa equivocación?

-No. Esa otra persona.

-¿Quién es?

-No lo sé.

-¿Se parece a mí?

-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

-¿Dentro del túnel? -pregunté.

-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

-¿Lo llamó?

-No, estaba callado.

-¿Agitaba el brazo?

-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

-¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

-¿Junto a la luz?

-Junto a la luz de peligro.

-¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

-Por dos veces.

-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

-Estaba allí.

-¿Las dos veces?

-Las dos veces -repitió con firmeza.

-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

-No -contestó-, no está allí.

-De acuerdo -dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?

-Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.

FIN