Un
hombre capturó un cervatillo, durante una cacería. Con el propósito de
domesticarlo, lo llevó a su casa. En el portón, moviendo la cola y ladrando, salieron
a recibirlo sus perros. El cazador, con el cervatillo en brazos, ordenó a los
criados que contuviesen a los perros. Al día siguiente fue a la perrera con el
corzo, el látigo en la mano, y lo acercó a las bestias para que lo olieran. Y
así todos los días hasta que se acostumbraron al recién llegado. Al cabo del
tiempo, ignorante de su propia naturaleza, el ciervo jugaba con los perros.
Los
embestía con dulzura, corría, saltaba entre ellos, dormía sin miedo a su lado.
Temerosos del látigo, los perros le devolvían caricia por caricia.
A
veces, sin embargo, se relamían los hocicos.
Un
día el ciervo salió de casa. En el camino vio una jauría. Al punto corrió a
unirse a ella, deseoso de jugar. Pronto se vio rodeado por ojos inyectados y
dientes largos. Los perros lo mataron y devoraron, dejando sus huesos
esparcidos en el polvo. El ciervo murió sin entender lo que pasaba.
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