lunes, 9 de julio de 2012

El duque Job y su duquesa, el México de ayer según Manuel Gutierrez Nájera. Antonio Sarabia

Los versos nos llevan por el México de finales del XIX, en compañía de la seductora duquesita, por un simpático recorrido en la Ciudad de México a partir de la esquina del jockey club, actual Sanborn’s de los azulejos, por toda la calle de Plateros, hoy avenida Madero, hasta los antiguos almacenes de ropa de La Sorpresa, que más tarde se convertiría en La Ciudad de Londres y que hoy ha desaparecido.

El duque Job fue uno de los numerosos seudónimos que Manuel Gutierrez Nájera usó a lo largo de su vida. El poema está dedicado a una joven de la que se había enamorado (Marie), su duquesita, cuya vida transcurría a lo largo de las calles de Plateros y San Francisco, circunstancia que da pie al autor para enumerar los sitios de moda y evocar las costumbres de la época.

Reproducirlo, me parece, es mejor manera de rendir homenaje a este gran poeta mexicano que en 2009 festejó el siglo y medio de su nacimiento. Manuel Gutiérrez Nájera falleció a causa de una operación quirúrgica cuando apenas cumplía treinta y seis años de edad y estaba en el apogeo de su talento creativo.

LA DUQUESA DEL DUQUE JOB

Un día de 1884 invité a Gutiérrez Nájera y a don Manuel Puga a comer. Yo recién había dejado la casa de huéspedes en la que viví varios años y estaba estrenando alojamiento. Yo tenía 22 años; él, 25. Tras la comida, don Manuel nos dijo que estaba muy enamorado de una muchacha llamada Marie. Le pedimos que nos la describiera. Fue haciendo un retrato de la que ella no era, de lo que sí era, de lo que hacían juntos. También, casi sin darse cuenta, retrató cambios sociales. Y todo, en maravillosos versos decasílabos.

En dulce charla de sobremesa,
mientras devoro fresa tras fresa,
y abajo ronca tu perro Bob,
te haré el retrato de la duquesa
que adora a veces al duque Job.

Don Manuel Gutiérrez Nájera, quien ya para entonces escribía en varios periódicos, tenía, entre sus muchos seudónimos, uno favorito: “El Duque Job”. Por extensión, su mujer era “la duquesa”. Bob era el inseparable perro de Puga y las fresas estaban buenísimas.

No es la condesa que Villasana
caricatura, ni la poblana
de enagua roja, que Prieto amó;
no es la criadita de pies nudosos,
ni la que sueña con los gomosos
y con los gallos de Micoló.

Gutiérrez Nájera inicia el retrato describiendo lo que no era Marie. No era una falsa condesa presumida, como las que dibujaba el gran caricaturista José María Villasana. Tampoco una vulgar china poblana. Tampoco una sirvienta de pies descalzos o una arribista a la caza de juniors de pelo engominado (“los gomosos”). Mucho menos era alguien que se atreviera a las peleas de gallos que organizaba el diputado Micoló, donde sólo iban nuevos ricos vulgarísimos. En otras palabras, la duquesa no era poser, ni naca, ni gata, ni fresa, ni chaka, como se diría hoy.

Mi duquesita, la que me adora,
no tiene humos de gran señora:
es la griseta de Paul de Kock.
No baila Boston, y desconoce
de las carreras el alto goce
y los placeres del five o’clock.

“Griseta” es un término sociológico de la época. Las grisettes originales eran costureras y obreras que vestían de gris. Estas mujeres, por tener ingresos propios, podían darse libertades que otras no podían, como escoger abiertamente su pareja. Una griseta es, por definición, coqueta y ligadora, pero no es una prostituta, sino una mujer independiente, que frecuenta los ambientes bohemios. Marie no era costurera u obrera, sino empleada en una gran tienda de lujo. Paul de Kock era un novelista francés, muy popular en la época y hoy olvidado, que escribía precisamente sobre las grisetas.
Boston Waltz es el nombre que se le daba al vals americano, mucho más lento que el aceleradísimo vals vienés. Las carreras que se refiere son a las de caballos, en los hipódromos de Peralvillo y de la Condesa. El five 0’clock es, por supuesto, la hora del té.


Pero ni el sueño de algún poeta,
ni los querubes que vio Jacob,
fueron tan bellos cual la coqueta
de ojitos verdes, rubia griseta,
que adora a veces el duque Job.

La referencia bíblica está en el Génesis. El patriarca Jacob vio una escalera por la que ascendían y descendían los ángeles. También vemos algo de descripción física, la reiteración del carácter de griseta y un principio de confesión de la fragilidad del amor: que adora “a veces” el duque Job.

Si pisa alfombras, no es en su casa;
si por Plateros alegre pasa
y la saluda madam Marnat,
no es, sin disputa, porque la vista,
sí porque a casa de otra modista
desde temprano rápida va.

Tras la descripción, Gutiérrez Nájera saca de paseo a Marie. Ya la vemos caminando por Plateros y saludando a Madame Marnat, que dueña de la casa de vestidos más famosa de la época (recordemos que la mayor parte de los ajuares eran hechos a mano y a la medida). Aquí el uso del “sin disputa” es para jugar con las confusiones. Don Manuel juega a que Mme. Marnat quisiera vestir a Marie, pero en realidad “sin disputa” quiere decir “sin duda”. En realidad la duquesa Job va a casa de otra modista más modesta. 

No tiene alhajas mi duquesita,
pero es tan guapa, y  tan bonita,
y tiene un cuerpo tan v’lan, tan pschutt;
de tal manera trasciende a Francia,
que no la igualan en elegancia
ni las clientes de Hélene Kossut.

V’lan y pschutt son dos palabras que eran usadísimas en Francia a principios de los años ochenta del siglo XIX. Guy de Maupassant en algún texto se queja de que estos dos vocablos estaban asesinando la lengua francesa, porque se usaban para todo. Serían hoy el equivalente de “chido”, aunque un Gutiérrez Nájera contemporáneo sería agringado y utilizaría el vocablo “cool”. Hèlene Kossut era la modista más renombrada en el México de entonces: ni en sueños una griseta hubiera podido comprar alguna de sus prendas.

Desde las puertas de la Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del duque Job.

Esta es la frase clave del poema, porque se trata de un paseo por Plateros, de la recuperación del espacio urbano, antes hosco y hostil, por una mujer normal y por un hombre que espera su salida del trabajo. La Sorpresa era un almacén casi esquina con el Zócalo, espacio femenino, y el Jockey Club, un masculino restaurante de postín en la Casa de los Azulejos. Es como si dijéramos “de Perisur a Mazaryk”.

¡Cómo resuena su taconeo
en las baldosas! ¡Con qué meneo
luce su talle de tentación!
¡Con qué airecito de aristocracia
mira a los hombres, y con qué gracia
frunce los labios -¡Mimí Pinsón!
Si alguien la alcanza, si la requiebra,
ella, ligera como una cebra,
sigue camino del almacén;
pero, ¡ay del tuno si alarga el brazo!
¡Nadie lo salva del sombrillazo
que le descarga sobre la sien!

Es un elogio del tránsito de esta muchacha trabajadora en un mundo de hombres. Coqueta, pero honesta, se ensaña con quien piensa que su caminar es equívoco. La duquesa Job va camino del almacén, pero no va de compras. En realidad Marie era dependienta del almacén de Madame Anciaux, sito en la calle 2ª de Plateros.

¡No hay en el mundo mujer más linda!
Pie de andaluza, boca de guinda,
sprint rociado de Veuve Clicquot,
talle de avispa, cutis de ala,
ojos traviesos de colegiala
como los ojos de Louise Theo.

Ágil, nerviosa, blanca, delgada,
media de seda bien restirada,
gola de encaje, corsé de crac,
nariz pequeña, garbosa, cuca,
y palpitantes sobre la nuca
rizos tan rubios como el coñac.

Continuamos la descripción, con énfasis en la blancura de la mujer (aunque he de decir que los rizos de Marie eran tan rubios como un coñac bastante oscuro; hoy los calificaríamos de castaños). La gola era un adorno en el cuello, al estilo del que le conocemos a Miguel de Cervantes. “Crac” es el sonido del corsé de costillas de ballena al cerrarse. En esa época era fundamental tener una cinturita: 20 pulgadas (51 cm) era lo ideal para una joven. ¡Imagínense qué apreturas para llegar a esa marca!

Sus ojos verdes bailan el tango;
nada hay más bello que el arremango
provocativo de su nariz.
Por ser tan joven y tan bonita,
cual mi sedosa, blanca gatita,
diera sus pajes la emperatriz.

¡Ah! Tú no has visto cuando se peina,
sobre sus hombros de rosa reina
caer los rizos en profusión.
Tú no has oído que alegre canta,
mientras sus brazos y su garganta
de fresca espuma cubre el jabón.

Y los domingos, ¡con qué alegría!,
oye en su lecho bullir el día
¡y hasta las nueve quieta se está!
¡Cuál se acurruca la perezosa
bajo la colcha color de rosa,
mientras a misa la criada va!

La breve cofia de blanco encaje
cubre sus rizos, el limpio traje
aguarda encima del canapé.
Altas, lustrosas y pequeñitas,
sus puntas muestran las dos botitas,
abandonadas del catre al pie,

La cofia de encaje es el gorrito típico de la ropa de dormir de las abuelitas. Marie lo usaba desde joven, así era la moda. De nuevo la insistencia del pie pequeño y del botín repicador. En la época lo normal era decirle catre a las camas.

Después, ligera, del lecho brinca,
¡oh quién la viera cuando se hinca
blanca y esbelta sobre el colchón!
¿Qué valen junto de tanta gracia
las niñas ricas, la aristocracia,
ni mis amigas del cotillón?

Toco; se viste; me abre; almorzamos;
con apetito los dos tomamos
un par de huevos y un buen beefsteak,
media botella de rico vino,
y en coche, juntos, vamos camino
del pintoresco Chapultepec.

Desde las puertas de la Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club,
no hay española, yanqui o francesa,
ni más bonita ni más traviesa
que la duquesa del duque Job.

Calle de Plateros, 1900.

Termino esta historia con un chisme íntimo. Gutiérrez Nájera abandonó a Marie. La griseta se puso tan deprimida, que intentó suicidarse al disolver cerillos en una taza de té. Lo único que logró fue una tremenda intoxicación. Don Manuel casó después con doña Cecilia Maillefert, y José Martí le dedicó a la primogénita de ese matrimonio uno de sus poemas más celebrados: “clavellín de nieve”. De la efímera Duquesa Job no supimos más. Pero su caminar por las calles de la ciudad de México resultó ser inmortal.

Gutiérrez Nájera, por su parte, está eternizado en el mural "Sueño de una tarde dominical en la Alameda", de Diego Rivera. Es el señor elegante, debajo de los globos, que se quita el sombrero ante dos damas que pasean por el parque: mujeres que -como Marie, su duquesita- empezaban a adueñarse de la calle y de la ciudad.


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