viernes, 7 de diciembre de 2012

El día que Cristo descendió al infierno. Javier García Blanco

Detalle de 'Cristo bajando al limbo', por Andrea Mantegna | Crédito: Wikipedia.


Si repasamos la amplia variedad de representaciones de Cristo que existen a lo largo de la Historia del Arte, descubriremos una escena que se repite de vez en cuando —en especial durante la Edad Media y el Renacimiento—, a pesar de ser una iconografía poco convencional: el descenso de Jesucristo al infierno.
Esta representación resulta inusual porque si rebuscamos entre las páginas del Nuevo Testamento, comprobaremos que ninguno de los cuatro evangelistas menciona en sus textos una visita semejante de Cristo a las profundidades del averno.
¿De dónde procede entonces esta escena, en la que a menudo vemos a Cristo sometiendo al Satanás en su propio territorio, al tiempo que rescata las almas de algunos justos, hasta entonces en manos de las huestes infernales?
La respuesta hay que buscarla en los primeros siglos del cristianismo, y concretamente en una fecha cercana al siglo II de nuestra era, momento en el que se habría escrito el llamado 'Evangelio de Nicodemo', un texto apócrifo que, pese a que nunca alcanzó el mismo status de los canónicos, gozó de gran popularidad y fue bien visto por los Padres de la Iglesia.
Según este antiguo texto, tras su muerte en la cruz y antes de su resurrección al tercer día, Cristo descendió al infierno. Este singular episodio se habría dado a conocer —según la tradición del Evangelio de Nicodemo—, gracias al testimonio de los hermanos Carino y Leucio, hijos del anciano Simeón, amigo de Jesús. Los hermanos habían fallecido, y según el texto piadoso gozaron de la resurrección tras el descenso de Cristo al infierno.



Según el relato de los dos hermanos, el limbo se inundó de pronto de una luz potentísima, por lo que Adán, los profetas y los patriarcas supieron al momento quién descendía a buscarles. El diablo, a su vez, se atemorizó ante la llegada del Mesías.

Jesucristo reventó los goznes de las puertas y aplastó con ellas al diablo. Después liberó a Adán y a todos los justos que habían muerto antes de la redención de la humanidad —algo que según la tradición cristiana ocurrió cuando Jesús murió en la cruz—, y que por lo tanto estaban atrapados en el limbo.

Aunque el origen de este evangelio apócrifo es muy antiguo, su popularidad aumentó de forma notable a partir de la Edad Media, y en especial a raíz de su incorporación en 'La leyenda dorada', una célebre recopilación de vidas de santos elaborada por Jacopo della Voragine.

De ahí que a partir de esas fechas la singular escena de Cristo derribando las puertas del infierno para rescatar a los justos apareciera una y otra vez en las obras de numerosos artistas, incluso en grandes figuras como Fra Angelico, Mantegna o Durero.

En realidad los relatos en los que un dios o héroe desciende a los infiernos o al inframundo son muy habituales y comunes a distintas culturas de buena parte del mundo. Esta aventura —casi siempre son relatos de carácter épico— se denomina catábasis, y su viaje inverso —es decir, el retorno al mundo de los vivos o resurrección—, se conoce como anábasis.


En occidente es bien conocido el descenso de Dante a los infiernos relatado en 'La Divina Comedia', y lo mismo sucede con las aventuras de Odiseo (Ulises) y de Heracles (Hércules) en el Hades griego, pero hay muchos más ejemplos. Entre ellos está el caso de Orfeo, que descendió al inframundo para rescatar a su amada Eurídice, o el de los dioses Adonis y Atis.
Algo similar encontramos en el islam, pues según algunos hadices y el llamado 'Libro de la escala', Mahoma descendió al infierno acompañado por el arcángel Miguel.
En el mundo maya fueron los hermanos Hunahpú e Ixbalanqué los que descendieron al Xibalbá, el particular inframundo de esta cultura precolombina, donde se enfrentaron a los temibles señores de la muerte. En Japón, es Izanagi quien baja a rescatar a Izanami y así, una y otra vez, en prácticamente todas las culturas del globo.


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