Detalle de 'Cristo bajando al limbo', por Andrea Mantegna | Crédito: Wikipedia.
Si repasamos la amplia variedad
de representaciones de Cristo que existen a lo largo de la Historia del Arte,
descubriremos una escena que se repite de vez en cuando —en especial durante la
Edad Media y el Renacimiento—, a pesar de ser una iconografía poco
convencional: el descenso de Jesucristo al infierno.
Esta representación resulta
inusual porque si rebuscamos entre las páginas del Nuevo Testamento,
comprobaremos que ninguno de los cuatro evangelistas menciona en sus textos una
visita semejante de Cristo a las profundidades del averno.
¿De dónde procede entonces esta
escena, en la que a menudo vemos a Cristo sometiendo al Satanás en su propio
territorio, al tiempo que rescata las almas de algunos justos, hasta entonces
en manos de las huestes infernales?
La respuesta hay que buscarla en
los primeros siglos del cristianismo, y concretamente en una fecha cercana al
siglo II de nuestra era, momento en el que se habría escrito el llamado
'Evangelio de Nicodemo', un texto apócrifo que, pese a que nunca alcanzó el
mismo status de los canónicos, gozó de gran popularidad y fue bien visto por
los Padres de la Iglesia.
Según este antiguo texto, tras su
muerte en la cruz y antes de su resurrección al tercer día, Cristo descendió al
infierno. Este singular episodio se habría dado a conocer —según la tradición
del Evangelio de Nicodemo—, gracias al testimonio de los hermanos Carino y
Leucio, hijos del anciano Simeón, amigo de Jesús. Los hermanos habían fallecido,
y según el texto piadoso gozaron de la resurrección tras el descenso de Cristo
al infierno.
Según el relato de los dos
hermanos, el limbo se inundó de pronto de una luz potentísima, por lo que Adán,
los profetas y los patriarcas supieron al momento quién descendía a buscarles.
El diablo, a su vez, se atemorizó ante la llegada del Mesías.
Jesucristo reventó los goznes de
las puertas y aplastó con ellas al diablo. Después liberó a Adán y a todos los
justos que habían muerto antes de la redención de la humanidad —algo que según
la tradición cristiana ocurrió cuando Jesús murió en la cruz—, y que por lo
tanto estaban atrapados en el limbo.
Aunque el origen de este
evangelio apócrifo es muy antiguo, su popularidad aumentó de forma notable a
partir de la Edad Media, y en especial a raíz de su incorporación en 'La
leyenda dorada', una célebre recopilación de vidas de santos elaborada por
Jacopo della Voragine.
De ahí que a partir de esas
fechas la singular escena de Cristo derribando las puertas del infierno para
rescatar a los justos apareciera una y otra vez en las obras de numerosos
artistas, incluso en grandes figuras como Fra Angelico, Mantegna o Durero.
En realidad los relatos en los
que un dios o héroe desciende a los infiernos o al inframundo son muy
habituales y comunes a distintas culturas de buena parte del mundo. Esta
aventura —casi siempre son relatos de carácter épico— se denomina catábasis, y
su viaje inverso —es decir, el retorno al mundo de los vivos o resurrección—,
se conoce como anábasis.
En occidente es bien conocido el
descenso de Dante a los infiernos relatado en 'La Divina Comedia', y lo mismo
sucede con las aventuras de Odiseo (Ulises) y de Heracles (Hércules) en el
Hades griego, pero hay muchos más ejemplos. Entre ellos está el caso de Orfeo,
que descendió al inframundo para rescatar a su amada Eurídice, o el de los
dioses Adonis y Atis.
Algo similar encontramos en el
islam, pues según algunos hadices y el llamado 'Libro de la escala', Mahoma
descendió al infierno acompañado por el arcángel Miguel.
En el mundo maya fueron los
hermanos Hunahpú e Ixbalanqué los que descendieron al Xibalbá, el particular
inframundo de esta cultura precolombina, donde se enfrentaron a los temibles
señores de la muerte. En Japón, es Izanagi quien baja a rescatar a Izanami y
así, una y otra vez, en prácticamente todas las culturas del globo.
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