miércoles, 31 de octubre de 2012

Freaks. Tod Browning


Creo que soy un freak  porque me siento como un freak,  esto lo escribo desde la casa de la mujer en la que pienso siempre, las publicaciones en este blog del mes de Octubre de 2012 han sido sui generis.
Perdí un poco el rumbo y la inspiración se alejó  brevemente de mi, eso aunado a la carga de trabajo en la oficina que se he incrementado considerablemente  en las ultimas semanas  ha limitado mis acostumbradas publicaciones mensuales,  esta vez no publique poesía propia ni ajena, nada romántico ni de amor ni desamor y precisamente porque no he estado pensando en esos temas, preparamos una gran fiesta de Halloween (mi equipo de Uróvoros y yo)  y he salido un par de veces con aquella en la que pienso siempre lo que me ha hecho evocarla no en la forma idílica en la que lo hago todo el tiempo (que tal vez ni siquiera exista),  sino en la forma real de un hombre que mira a una mujer a los ojos, mientras ella habla y él trata de poner tanta atención en lo que dice esperando cualquier indicio del mas mínimo deseo para satisfacerlo al instante, la forma real de escuchar su peculiar risa y ser feliz… ser inmensamente feliz  por que ella es feliz y ríe y todos ríen con ella, el café y el mesero y los ancianos sentados junto a nosotros,  caminar con ella de noche (que es como me gusta caminar) con pasos cortos porque el tiempo no espera y con palabras breves porque la vida se acaba.

Encontrándome obtuso en la creación  me di a la tarea de recopilar algunos relatos adecuados a la época (de muertos aquí en México) que cuando los leí me provocaron miedo “El niño lobo del cine Mari” de José María Merino y “Tenga para que se entretenga” del virtuoso José Emilio Pacheco. Además de echar mano de cuento propio aún inconcluso, de un  Lipograma que hace referencia al relato creacionista, una referencia simbológica (que de ahora en adelante será como llamaré a mis amigos) y finalmente una historia de miedo real: Del porque se denomina Freaks a la gente rara.

La película Freaks es una pelicula estadounidense de 1932, dirigida por Tod Browning. En1931 el director había alcanzado un gran éxito con Drácula. Decidió volver a la Metro-Goldwyn-Mayer, en donde su amigo Harry Earles, un enano alemán, le sugirió la idea de adaptar el cuento de Tod Robbins, Espuelas (Spurs), acerca de la venganza de un enano, artista de circo, hacia la trapecista que intentó quedarse con su dinero casándose con él.
La película fue un completo desastre de taquilla y horrorizo al público en su época. Su amigo Harry interpretó el papel de Hans, el enano, y Tod Browning amplió el número de intérpretes que desfilarían en la pantalla con personas reales con deformidades y diversos males incluso mentales que efectivamente trabajaban en circos de la época exhibiéndose como atracciones, convirtiéndolos en los verdaderos protagonistas de la cinta, simplemente mostrando en escenas cotidianas su forma de vivir. No se utilizaron efectos especiales de maquillaje, excepto en una breve escena al final de la película. Durante muchos años esta película estuvo prohibida en el Reino Unido, y censurada en muchos países.
Hoy es un clásico de culto, pero en su tiempo fue considerada repugnante, y el público obligó a que fuera retirada de las pantallas.
Es destacable la figura de grupo que intenta reflejar el director en las relaciones internas de los fenómenos de circo, que forma el verdadero trasfondo de la película: al principio explican que tienen un código que consiste en que el dañar a uno dañará a todos los demás. En la escena de la boda los fenómenos aceptan a la trapecista en su círculo interno: se convierte en "uno de los nuestros".

Cuando se dan cuenta del engaño hacia su compañero Hans, su venganza hará literal ese título. Y esta parte es la única justificación de la calificación de esta película como perteneciente al género de terror.




Uróboros.

El uróboros, también ouroboros, del griego «ουροβóρος», uróvoro, de oyrá, que quiere decir cola y borá, que significa alimento, es un símbolo que muestra a un animal serpentiforme, engullendo su propia cola, conformando con su cuerpo una forma circular. El uróboros simboliza el esfuerzo eterno, la lucha eterna, o el esfuerzo inútil, ya que el ciclo vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo.
El Uróboros, es un concepto empleado en diversas culturas a lo largo de al menos los últimos 3.000 años. Engloba varios conceptos similares y otros que no están relacionados y han sido asimilados recientemente por el cine y la televisión. Generalmente un dragón representado con su cola en la boca, devorándose a sí mismo. Representa la naturaleza cíclica de las cosas, el eterno retorno y otros conceptos percibidos como ciclos que comienzan de nuevo en cuanto concluyen. El mito de Sísifo. En un sentido más general simboliza el tiempo y la continuidad de la vida. Se usa como representación del renacimiento de las cosas que nunca desaparecen, solo cambian eternamente.
En un principio su uso más antiguo estaba en la emblemática serpiente del Antiguo Egipto y la Antigua Grecia. Los uróboros se remontan a los jeroglíficos hallados en la cámara del sarcófago de la pirámide de Unis, en el 2300 a. C. El símbolo tradicional consiste en un dragón o una serpiente que se muerde la cola y crea un círculo sin fin.
Igualmente se puede encontrar un mito similar en la mitología nórdica. En esta mitología, la serpiente Jormungand llegó a crecer tanto que pudo rodear el mundo y apresarse su propia cola con los dientes. Este mito fue divulgado más ampliamente por la literatura de entre guerras del siglo XX. El deseo por la consecución del saber oculto, llegar a encarar las fuerzas elementales de la naturaleza, temibles y monstruosas, pero que finalmente conducen hacia la debilidad y la culpa.
El Uróboros representa la personificación de fenómenos naturales como el sol, las olas del mar, etc., subiendo hasta cierta altura y entonces cayendo bruscamente, para volver a empezar. Esto lo relaciona con el mito solar de Sísifo y Helio, el disco del sol que sale cada mañana y después se hunde bajo el horizonte. Sísifo fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes que alcanzase la cima de la colina, la piedra rodaba de nuevo hacia abajo, y Sísifo tenía que empezar desde el principio.
róboros. En la iconografía alquímica el color verde se asocia con el principio mientras que el rojo simboliza la consumación del objetivo del Magnum Opus (la Gran Obra).


Xilografía de un uróboros, por Lucas Iennisius.

Wikipedia


EL HEREJE REBELDE. (Las vocales malditas. Oscar de la Borbolla)

Desde el estrés del Jefe el edén decrece, el excedente le pertenece, se ejercen leyes dementes, se debe beber detergente en vez de leche, ser pelele, ser pedestre, ser deferente; es menester entretenerse en tejer redes, en prender rebeldes. En el este, trece rehenes perecen de sed; en el frente fenecen de herpes, de peste. El edén ennegrece, se pretende reprender herejes, perderles.

-¡Eh, Esther, ven!, relee el deber. El jefe se excede.

-¿Prevees el tren del semestre?...

Me enteré del brete de gente decente en el este: nenes, bebés perecen. El clemente es el Hereje Rebelde: desprende el ente del crecer, mete el entender, cede excelentes mercedes. El Rebelde merece el belvedere…

-Esther, eres efervescente. Ten en mente el menester del Jefe, es rete vehemente, de repente crece, reverdece, expele seres…

-Ese vejete me prende. Es jefe, regente, gerente. Perennemente deberes: “llévenme el neceser”, “llénenme de peces”, “repten”, “trepen”, “dejen de verme”, “récenme preces”, “enderécense”, “respétenme”, “festéjenme”, “perseveren”, “refrénense”, “esperen”, “vegeten”, “déjense”. Se cree el Ser, el Tres Reyes; es el jején del edén.

-¡Esther! ¡Detente! ¿Pretendes descreer de Él?

-¡Efrén, temerle es endeblez! ¡El presente debe ser del Rebelde! Él es terrestre, es el envés del Jefe. De él es ese “dejen de depender”, ese “mézclense”, ese “bésense”, ese “deséense”. El entender debe extenderse.

-¡Esther, se te mete el Rebelde!

-¡Emerge Efrén!, eres decente. Despréndete de ese pelele, es memez de bebel. Ve de frente, mereces se te respete, se te deje beber, expeler semen, tenderte en el césped. Mereces se te revele el ser del éter celeste, se te eleve, se te deje emprender. El emprender es el eje del entender…

-Efrén se mece: es el deber del Jefe enfrente del descreer rebelde; teme le desherede, le eche del edén, le fleten de res, le llenen de herretes; Esther le embebe, se mete en él, le vence: “Tenerme en el césped… tenerme trece veces… excederte… es… es… excelente Efrén”.

De repente el éter emerge del celeste Jefe: “¡Ejem! ¡Dejen de entenebrecerme, seres febles! ¡Vermes! Refléjenme, venérenme, échense, desesperen. Les generé de heces en el retrete del desdén, les presté el verde edén. Les exenté de fenecer. Les estrellé el éter. Les enderecé el pesebre. Les enseñé el deber… ¡Me entenebrecen, seres herejes, les perderé! ¡Recelen! Efrén, desde este mes debes merecer el jerez. Te meteré vehemente sed. Este deber te merme, te reste, te cercene… Esther, eres gente terrestre, plebe de rebelde, te he de vencer. Desde el belem, Efrén te despeche, te cele, te frene…”

El Jefe les expele, les mete reveses dementes, el eje del edén cede, el templete se estremece, el verde se desprende, se ennegrece el vergel. Se les ve perder el esplendente ser: Esther envejece, Efrén precede. El brete es de meses, de repente entrevé en el celere presente encenderse el éter: es el Rebelde.

Los Bardos Cuentan


Debo confesar que en el Marquesado de Carabás ha habido gran expectativa sobre el rumbo que pueden llegar a tomar las cosas, tan es así que los campos reverdecen en invierno y las aves no emigran sino que cantan trinos a las orillas de los caminos donde los caminantes se detienen a escucharlos, me gustaría que puedas escucharlos pronto.
En las fronteras, las falanges de infantería se han aprestado a los bordes de las murallas, la artillería esta recargada y presta, la caballería corre impaciente en círculos desgastando los cascos de los corceles esperando una señal. Los vigías asentados en altas torres señalan a través de estandartes de colores los movimientos de los vientos y las nubes, para no dejar ningún detalle a la suerte.
Y aunque la suerte nos favorece siempre, no confió en ella.
Un extraño sueño interpretado por uno de los magos ha puesto en alerta a los ejércitos, pronto aparecerá la señal que desborde nuestro ímpetu y fuerza, desconocemos como pueda está manifestarse, pero si sabemos que nos marcará el rumbo correcto a nuestro destino.
Sin embargo, ni yo mismo puedo asegurar la victoria. Solo aseguro que haré hasta lo inimaginable para conseguirla.
Porque eso solo dependerá de ti.
No es casual que en el mundo se busquen cosas difíciles de alcanzar por que la belleza nos ciega de maneras que nublan nuestros sentidos haciendo casi imperceptibles las distancias, los sonidos y los olores de la realidad.
Hacia ya años que preparábamos nuestra incursión en tierras peligrosas y extrañas, de lejanos horizontes había llegado a mis oídos la extraña leyenda de una hermosa joya tan invaluable como la vida misma, sin duda alguna existen muchas que se dicen de este tipo, pero la peculiaridad de está, era su mágica cualidad de irradiar la luz del día  en plena oscuridad, Incluso aunque no hubiese sido cierta esta cualidad, la fascinación de la idea de que en verdad pudiera existir, robo mi cordura, y no viví más sino para pensarme con ella.
Los bardos cantaban la procedencia de la maravilla en un reino lejano en las mortales montañas del Norte, sin duda alguna mi presencia alertaría a la tan afortunada ciudad poseedora del tesoro, no sería la primera vez que alguien intentara acercársele para buenas o malas intenciones, de las cuales las propias aun no había definido con certeza; así, me hice pasar por un peregrino en su viaje a tierras sagradas mas allá de las montañas. En el camino encontré un joven soldado que fatigado por el viaje gustoso escucho las historias de mis andares pasados, quedando tan sorprendido, me contó casi como un secreto la única cosa que lo había extasiado en su corta vida: la maravillosa luz emanada de una piedra.
En el camino hacia nuestros respectivos destinos él me contó de la incertidumbre acerca del origen de la extraña gema, algunos decían que provenía del centro de la tierra donde existen montañas de diamantes en constante ebullición, otros que es una semilla traída de los campos donde dios siembra las estrellas, algunos mas cuentan  que es la prisión del alma de una princesa esperando a ser liberada, lo único que se puede afirmar es que durante la noche, de ella emana una misteriosa luz que ilumina mil codos alrededor,  es una pequeña piedra transparente con un breve tono rosáceo sin mancha alguna, cortada en 12 caras engastada en  un  dije de cuarzo.
La custodia de tal maravilla corre a cargo de cientos de caballeros los cuales se aprestan  en  cada uno de los campamentos ubicados en las faldas y subsecuentes niveles de la montaña en cuya cima se encuentra  el magnífico palacio negro de  NIM, erigido en épocas remotas con el único fin de  preservar las seguridad de sus tesoros, impenetrable para cualquier ladrón o conquistador, pero no para mí.
El joven caballero inadvertidamente traicionaba su solemne tarea al darme información tan valiosa. La conversación tan apasionada me hizo perder la noción del tiempo y espacio, no sé cuanto caminamos ni en qué dirección, pero al irnos adentrando en los caminos rocosos de las montañas, horribles gemidos crisparon mi ánimo, mi acompañante me tranquilizo diciéndome que las altas montañas también protegen su tesoro, las formaciones naturales de roca provocaban que el eco de un ligero susurro se convierta en un mortal grito de horror, así entre las altísimas paredes que escoltan un incipiente riachuelo que nace de las mismas puertas del castillo los cantos de las aves que pueblan los arbustos aledaños se transforman en mil voces gritando tu nombre con desesperación, nadie puede transitar por ese camino.
Mi amigo intento despedirse  comentando que me seria mas fácil llegar a tierras sagradas a través de un estrecho poco conocido de la montaña mas alta de la formación, misma que llega abruptamente a un acantilado a mar abierto donde podría continuar mi viaje improvisando una balsa.
Sin embargo mis planes eran otros, le pedí casi rogándole que si me permitía conocer aquella maravilla de la cual me habló, compartiría con él mis futuras andanzas y aventuras, las mas gloriosas y peligrosas, en el fin del mundo, en el centro de la  tierra y en las míticas islas flotantes de oriente, conocería bestias magnificas y pueblos  casi salvajes, incluso si el vigor nos lo permitía nos adueñaríamos de los tesoros de las tierras de los muertos. Mi lengua se movía tan rápidamente recitando promesas hermosas que el joven caballero sucumbió a mi petición. Entraría al Palacio Negro y vería la luz de la gema, la hermosa luz de la bellísima gema.

jueves, 25 de octubre de 2012

Tenga para que se Entretenga. José Emilio Pacheco

Estimado señor: Le envío el informe confidencial que me pidió. Incluyo un recibo por mis honorarios. Le ruego se sirva cubrirlos mediante cheque o giro postal. Confío en que el precio de mis servicios le parezca justo. El informe salió más largo y detallado de lo que en un principio supuse. Tuve que redactarlo varias veces para lograr cierta claridad ante lo difícil y aun lo increíble del caso. Reciba los atentos saludos de

Ernesto Domínguez Puga

Detective Privado

Palma 10, despacho 52

México, Distrito Federal,

sábado 5 de mayo de 1972.



Informe confidencial

El 9 de agosto de 1943 la señora Olga Martínez de Andrade y su hijo de seis años, Rafael Andrade Martínez, salieron de su casa (Tabasco 106, colonia Roma). Iban a almorzar con doña Caridad Acevedo viuda de Martínez en su domicilio (Gelati 36 bis, Tacubaya). Ese día descansaba el chofer. El niño no quiso viajar en taxi: le pareció una aventura ir como los pobres en tranvía y autobús. Se adelantaron a la cita y a la señora Olga se le ocurrió pasear al niño por el cercano Bosque de Chapultepec.

Rafael se divirtió en los columpios y resbaladillas del Rancho de la Hormiga, atrás de la residencia presidencial (Los Pinos). Más tarde fueron por las calzadas hacia el lago y descansaron en la falda del cerro.

Llamó la atención de Olga un detalle que hoy mismo, tantos años después, pasa inadvertido a los transeúntes: los árboles de ese lugar tienen formas extrañas, se hallan como aplastados por un peso invisible. Esto no puede atribuirse al terreno caprichoso ni a la antigüedad. El administrador del Bosque informó que no son árboles vetustos como los ahuehuetes prehispánicos de las cercanías: datan del siglo XIX. Cuando actuaba como emperador de México, el archiduque Maximiliano ordenó sembrarlos en vista de que la zona resultó muy dañada en 1847, a consecuencia de los combates en Chapultepec y el asalto del Castillo por las tropas norteamericanas.

El niño estaba cansado y se tendió de espaldas en el suelo. Su madre tomó asiento en el tronco de uno de aquellos árboles que, si usted me lo permite, calificaré de sobrenaturales. Pasaron varios minutos. Olga sacó su reloj, se lo acercó a los ojos, vio que ya eran las dos de la tarde y debían irse a casa de la abuela. Rafael le suplicó que lo dejara un rato más. La señora aceptó de mala gana, inquieta porque en el camino se habían cruzado con varios aspirantes a torero quienes, ya desde entonces, practicaban al pie de la colina en un estanque seco, próximo al sitio que se asegura fue el baño de Moctezuma.

A la hora del almuerzo el Bosque había quedado desierto. No se escuchaba rumor de automóviles en las calzadas ni trajín de lanchas en el lago. Rafael se entretenía en obstaculizar con una ramita el paso de un caracol. En ese instante se abrió un rectángulo de madera oculto bajo la hierba rala del cerro y apareció un hombre que dijo a Rafael:

-Déjalo. No lo molestes. Los caracoles no hacen daño y conocen el reino de los muertos.

Salió del subterráneo, fue hacia Olga, le tendió un periódico doblado y una rosa con un alfiler:

-Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.

Olga dio las gracias, extrañada por la aparición del hombre y la amabilidad de sus palabras. Lo creyó un vigilante, un guardián del Castillo, y de momento no reparó en su vocabulario ni en el olor a humedad que se desprendía de su cuerpo y su ropa.

Mientras tanto Rafael se había acercado al desconocido y le preguntaba:

-¿Ahí vives?

-No: más abajo, más adentro.

-¿Y no tienes frío?

-La tierra en su interior está caliente.

-Llévame a conocer tu casa. Mamá ¿me das permiso?

-Niño, no molestes. Dale las gracias al señor y vámonos ya: tu abuelita nos está esperando.

-Señora, permítale asomarse. No lo deje con la curiosidad.

-Pero, Rafaelito, ese túnel debe de estar muy oscuro. ¿No te da miedo?

-No, mamá.

Olga asintió con gesto resignado. El hombre tomó de la mano a Rafael y dijo al empezar el descenso:

-Volveremos. Usted no se preocupe. Sólo voy a enseñarle la boca de la cueva.

-Cuídelo mucho, por favor. Se lo encargo.

Según el testimonio de parientes y amigos, Olga fue siempre muy distraída. Por tanto, juzgó normal la curiosidad de su hijo, aunque no dejaron de sorprenderla el aspecto y la cortesía del vigilante. Guardó la flor y desdobló el periódico. No pudo leerlo. Apenas tenía veintinueve años pero desde los quince necesitaba lentes bifocales y no le gustaba usarlos en público.

Pasó un cuarto de hora. El niño no regresaba. Olga se inquietó y fue hasta la entrada de la caverna subterránea. Sin atreverse a penetrar en ella, gritó con la esperanza de que Rafael y el hombre le contestaran. Al no obtener respuesta, bajó aterrorizada hasta el estanque seco. Dos aprendices de torero se adiestraban allí. Olga les informó de lo sucedido y les pidió ayuda.

Volvieron al lugar de los árboles extraños. Los torerillos cruzaron miradas al ver que no había ninguna cueva, ninguna boca de ningún pasadizo. Buscaron a gatas sin hallar el menor indicio. No obstante, en manos de Olga estaban la rosa, el alfiler, el periódico -y en el suelo, el caracol y la ramita.

Cuando Olga cayó presa de un auténtico shock, los torerillos entendieron la gravedad de lo que en principio habían juzgado una broma o una posibilidad de aventura. Uno de ellos corrió a avisar por teléfono desde un puesto a orillas del lago. El otro permaneció al lado de Olga e intentó calmarla.

Veinte minutos después se presentó en Chapultepec el ingeniero Andrade, esposo de Olga y padre de Rafael. En seguida aparecieron los vigilantes del Bosque, la policía, la abuela, los parientes, los amigos y desde luego la multitud de curiosos que siempre parece estar invisiblemente al acecho en todas partes y se materializa cuando sucede algo fuera de lo común.

El ingeniero tenía grandes negocios y estrecha amistad con el general Maximino Ávila Camacho. Modesto especialista en resistencia de materiales cuando gobernaba el general Lázaro Cárdenas, Andrade se había vuelto millonario en el nuevo régimen gracias a las concesiones de carreteras y puentes que le otorgó don Maximino. Como usted recordará, el hermano del presidente Manuel Ávila Camacho era el secretario de Comunicaciones, la persona más importante del gobierno y el hombre más temido de México. Bastó una orden suya para movilizar a la mitad de todos los efectivos policiales de la capital, cerrar el Bosque, detener e interrogar a los torerillos. Uno de sus ayudantes irrumpió en Palma 10 y me llevó a Chapultepec en un automóvil oficial. Dejé todo para cumplir con la orden de Ávila Camacho. Yo acababa de hacerle servicios de la índole más reservada y me honra el haber sido digno de su confianza.

Cuando llegué a Chapultepec hacia las cinco de la tarde, la búsqueda proseguía sin que se hubiese encontrado ninguna pista. Era tanto el poder de don Maximino que en el lugar de los hechos se hallaban para dirigir la investigación el general Miguel Z. Martínez, jefe de la policía capitalina, y el coronel José Gómez Anaya, director del Servicio Secreto.

Agentes y uniformados trataron, como siempre, de impedir mi labor. El ayudante dijo a los superiores el nombre de quien me ordenaba hacer una investigación paralela. Entonces me dejaron comprobar que en la tierra había rastros del niño, no así del hombre que se lo llevó.

El administrador del Bosque aseguró no tener conocimiento de que hubiera cuevas o pasadizos en Chapultepec. Una cuadrilla excavó el sitio en donde Olga juraba que había desaparecido su hijo. Sólo encontraron cascos de metralla y huesos muy antiguos. Por su parte, el general Martínez declaró a los reporteros que la existencia de túneles en México era sólo una más entre las muchas leyendas que envuelven el secreto de la ciudad. La capital está construida sobre el lecho de un lago; el subsuelo fangoso vuelve imposible esta red subterránea: en caso de existir, se hallaría anegada.

La caída de la noche obligó a dejar el trabajo para la mañana siguiente. Mientras se interrogaba a los torerillos en los separos de la Inspección, acompañé al ingeniero Andrade a la clínica psiquiátrica de Mixcoac donde atendían a Olga los médicos enviados por Ávila Camacho. Me permitieron hablar con ella y sólo saqué en claro lo que consta al principio de este informe.

Por los insultos que recibí en los periódicos no guardé recortes y ahora lo lamento. La radio difundió la noticia, los vespertinos ya no la alcanzaron. En cambio los diarios de la mañana desplegaron en primera plana y a ocho columnas lo que a partir de entonces fue llamado "El misterio de Chapultepec''.

Un pasquín ya desaparecido se atrevió a afirmar que Olga tenía relaciones con los dos torerillos. Chapultepec era el escenario de sus encuentros. El niño resultaba el inocente encubridor que al conocer la verdad tuvo que ser eliminado.

Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la hicieron creer que había visto lo que contó. En realidad el niño fue víctima de una banda de "robachicos''. (El término, traducido literalmente de kidnapers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros que hubo en México durante la segunda guerra mundial.) Los bandidos no tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael para obligarlo a la mendicidad.

Aún más irresponsable, cierta hoja inmunda engañó a sus lectores con la hipótesis de que Rafael fue capturado por una secta que adora dioses prehispánicos y practica sacrificios humanos en Chapultepec. (Como usted sabe, Chapultepec fue el bosque sagrado de los aztecas.) Según los miembros de la secta, la cueva oculta en este lugar es uno de los ombligos del planeta y la entrada al inframundo. Semejante idea parece basarse en una película de Cantinflas, El signo de la muerte.

En fin, la gente halló un escape de la miseria, las tensiones de la guerra, la escasez, la carestía, los apagones preventivos contra un bombardeo aéreo que por fortuna no llegó jamás, el descontento, la corrupción, la incertidumbre... Y durante algunas semanas se apasionó por el caso. Después, todo quedó olvidado para siempre.

Cada uno piensa distinto, cada cabeza es un mundo y nadie se pone de acuerdo en nada. Era un secreto a voces que para 1946 don Maximino ambicionaba suceder a don Manuel en la presidencia. Sus adversarios aseguraban que no vacilaría en recurrir al golpe militar y al fratricidio. Por tanto, de manera inevitable se le dio un sesgo político a este embrollo: a través de un semanario de oposición, sus enemigos civiles difundieron la calumnia de que don Maximino había ordenado el asesinato de Rafael con objeto de que el niño no informara al ingeniero Andrade de las relaciones que su protector sostenía con Olga.

El que escribió esa infamia amaneció muerto cerca de Topilejo, en la carretera de Cuernavaca. Entre su ropa se halló una nota de suicida en que el periodista manifestaba su remordimiento, hacía el elogio de Ávila Camacho y se disculpaba ante los Andrade. Sin embargo la difamación encontró un terreno fértil, ya que don Maximino, personaje extraordinario, tuvo un gusto proverbial por las llamadas "aventuras''. Además, la discreción, el profesionalismo, el respeto a su dolor y a sus actuales canas me impidieron decirle antes a usted que en 1943 Olga era bellísima, tan hermosa como las estrellas de Hollywood pero sin la intervención del maquillista ni el cirujano plástico.

Tan inesperadas derivaciones tenían que encontrar un hasta aquí. Gracias a métodos que no viene al caso describir, los torerillos firmaron una confesión que aclaró las dudas y acalló la maledicencia. Según consta en actas, el 9 de agosto de 1943 los adolescentes aprovechan la soledad del Bosque a las dos de la tarde y la mala vista de Olga para montar la farsa de la cueva y el vigilante misterioso. Enterados de la fortuna del ingeniero, que hasta entonces había hecho esfuerzos por ocultarla, se proponen llevarse al niño y exigir un rescate que les permita comprar su triunfo en las plazas de toros. Luego, atemorizados al ver que pisan terrenos del implacable hermano del presidente, los torerillos enloquecen de miedo, asesinan a Rafael, lo descuartizan y echan sus restos al Canal del Desagüe.

La opinión pública mostró credulidad y no exigió que se puntualizaran algunas contradicciones. Por ejemplo, ¿qué se hizo de la caverna subterránea por la que desapareció Rafael? ¿Quién era y en dónde se ocultaba el cómplice que desempeñó el papel de guardia? ¿Por qué, de acuerdo con el relato de la madre, fue el propio niño quien tuvo la iniciativa de entrar en el pasadizo? Y sobre todo ¿a qué horas pudieron los torerillos destazar a Rafael y arrojar los despojos a las aguas negras -situadas en su punto más próximo a unos veinte kilómetros de Chapultepec- si, como antes he dicho, uno llamó a la policía y al ingeniero Andrade, el otro permaneció al lado de Olga y ambos estaban en el lugar de los hechos cuando llegaron la familia y las autoridades?

Pero al fin y al cabo todo en este mundo es misterioso. No hay ningún hecho que pueda ser aclarado satisfactoriamente. Como tapabocas se publicaron fotos de la cabeza y el torso de un muchachito, vestigios extraídos del Canal del Desagüe. Pese a la avanzada descomposición, era evidente que el cadáver correspondía a un niño de once o doce años, y no de seis como Rafael. Esto sí no es problema: en México siempre que se busca un cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa.

Dicen que la mejor manera de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos. Por ello y por la excitación del caso y sus inesperadas ramificaciones, se disculpará que yo no empezara por donde procedía: es decir, por interrogar a Olga acerca del individuo que capturó a su hijo. Es imperdonable -lo reconozco- haber considerado normal que el hombre le entregara una flor y un periódico y no haber insistido en examinar estas piezas.

Tal vez un presentimiento de lo que iba a encontrar me hizo posponer hasta lo último el verdadero interrogatorio. Cuando me presenté en la casa de Tabasco 106 los torerillos, convictos y confesos tras un juicio sumario, ya habían caído bajo los disparos de la ley fuga: en Mazatlán intentaron escapar de la cuerda en que iban a las Islas Marías para cumplir una condena de treinta años por secuestro y asesinato. Y ya todos, menos los padres, aceptaban que los restos hallados en las aguas negras eran los del niño Rafael Andrade Martínez.

Encontré a Olga muy desmejorada, como si hubiera envejecido varios años en unas cuantas semanas. Aún con la esperanza de recobrar a su hijo, se dio fuerzas para contestarme. Según mis apuntes taquigráficos, la conversación fue como sigue:

-Señora Andrade, en la clínica de Mixcoac no me pareció oportuno preguntarle ciertos detalles que ahora considero indispensables. En primer lugar ¿cómo vestía el hombre que salió de la tierra para llevarse a Rafael?

-De uniforme.

-¿Uniforme militar, de policía, de guardabosques?

-No, es que, sabe usted, no veo bien sin mis lentes. Pero no me gusta ponérmelos en público. Por eso pasó todo, por eso...

-Cálmate -intervino el ingeniero Andrade cuando su esposa comenzó a llorar.

-Perdone, no me contestó usted: ¿cómo era el uniforme?

-Azul, con adornos rojos y dorados. Parecía muy desteñido.

-¿Azul marino?

-Más bien azul claro, azul pálido.

-Continuemos. Apunté en mi libreta las palabras que le dijo el hombre al darle el periódico y la flor: "Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.'' ¿No le parecen muy extrañas?

-Sí, rarísimas. Pero no me di cuenta. Qué estúpida. No me lo perdonaré jamás.

-¿Advirtió usted en el hombre algún otro rasgo fuera de lo común?

-Me parece estar oyéndolo: hablaba muy despacio y con acento.

-¿Acento regional o como si el español no fuera su lengua?

-Exacto: como si el español no fuera su lengua.

-Entonces ¿cuál era su acento?

-Déjeme ver... quizá... como alemán.

El ingeniero y yo nos miramos. Había muy pocos alemanes en México. Eran tiempos de guerra, no se olvide, y los que no estaban concentrados en el Castillo de Perote vivían bajo sospecha. Ninguno se hubiera atrevido a meterse en un lío semejante.

-¿Y él? ¿Cómo era él?

-Alto... sin pelo... Olía muy fuerte... como a humedad.

-Señora Olga, disculpe el atrevimiento, pero si el hombre era estrafalario ¿por qué dejó usted que Rafaelito bajara con él a la cueva?

-No sé, no sé. Por tonta, porque él me lo pidió, porque siempre lo he consentido mucho. Nunca pensé que pudiera ocurrirle nada malo... Espere, hay algo más: cuando el hombre se acercó vi que estaba muy pálido... ¿Cómo decirle...? Blancuzco... Eso es: como un caracol... un caracol fuera de su concha.

-Válgame Dios. Qué cosas se te ocurren -exclamó el ingeniero Andrade. Me estremecí. Para fingirme sereno enumeré:

-Bien, con que decía frases poco usuales, hablaba con acento alemán, llevaba uniforme azul pálido, olía mal y era fofo, viscoso. ¿Gordo, de baja estatura?

-No, señor, todo lo contrario: muy alto, muy delgado... Ah, además tenía barba.

-¿Barba? Pero si ya nadie usa barba -intervino el ingeniero Andrade.

-Pues él tenía -afirmó Olga.

Me atreví a preguntarle:

-¿Una barba como la de Maximiliano de Habsburgo, partida en dos sobre el mentón?

-No, no. Recuerdo muy bien la barba de Maximiliano. En casa de mi madre hay un cuadro del emperador y la emperatriz Carlota... No, señor, él no se parecía a Maximiliano. Lo suyo eran más bien mostachos o patillas... como grises o blancas... no sé.

La cara del ingeniero reflejó mi propio gesto de espanto. De nuevo quise aparentar serenidad y dije como si no tuviera importancia:

-¿Me permite examinar la revista que le dio el hombre?

-Era un periódico, creo yo. También guardé la flor y el alfiler en mi bolsa. Rafael ¿no te acuerdas qué bolsa llevaba?

-La recogí en Mixcoac y luego la guardé en tu ropero. Estaba tan alterado que no se me ocurrió abrirla.

Señor, en mi trabajo he visto cosas que horrorizarían a cualquiera. Sin embargo nunca había sentido ni he vuelto a sentir un miedo tan terrible como el que me dio cuando el ingeniero Andrade abrió la bolsa y nos mostró una rosa negra marchita (no hay en este mundo rosas negras), un alfiler de oro puro muy desgastado y un periódico amarillento que casi se deshizo cuando lo abrimos. Era La Gaceta del Imperio, con fecha del 2 de octubre de 1866. Más tarde nos enteramos de que sólo existe otro ejemplar en la Hemeroteca.

El ingeniero Andrade, que en paz descanse, me hizo jurar que guardaría el secreto. El general Maximino Ávila Camacho me recompensó sin medida y me exigió olvidarme del asunto. Ahora, pasados tantos años, confío en usted y me atrevo a revelar -a nadie más he dicho una palabra de todo esto- el auténtico desenlace de lo que llamaron los periodistas "El misterio de Chapultepec''. (Poco después la inesperada muerte de don Maximino iba a significar un nuevo enigma, abrir el camino al gobierno civil de Miguel Alemán y terminar con la época de los militares en el poder.)

Desde entonces hasta hoy, sin fallar nunca, la señora Olga Martínez viuda de Andrade camina todas las mañanas por el Bosque de Chapultepec hablando a solas. A las dos en punto de la tarde se sienta en el tronco vencido del mismo árbol con la esperanza de que algún día la tierra se abrirá para devolverle a su hijo o para llevarla, como los caracoles, al reino de los muertos. Pase usted por allí y la encontrará con el mismo vestido que llevaba el 8 de agosto de 1943: sentada en el tronco, inmóvil, esperando, esperando.

Encontrado en La Jornada, del 20 de julio de 1977.

El Niño Lobo del Cine Mari. José María Merino

La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se
desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación
patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en
los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se
hubiera sorprendido al encontrar un universo ten exuberante: el niño
era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras
ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado
preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo
polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor
de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser
atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la
larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de
liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin
transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba
una botella de largo cuello, que había sido arrojada por las olas; el
niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una
pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta
llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de
larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies,
curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se
concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las
olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho. hijo del
posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se
oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas
ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las
frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño.
Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño
permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y
embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve
años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto,
y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos.
La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se
marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los
lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o
bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvoreda,
apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y
escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo
bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
-Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo.
Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, le sacaron al
callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios
proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde
vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo
llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo, y
el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Aldía siguiente, las
dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la
mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos
ojos fijos y ausentes.
La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oírse otra vez el
cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon
levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco
podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún
instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían
reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o
súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos,
dobladas sobre el regazo.
-Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.
Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado
la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la
redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo
desaparecido hace treinta años. La señora era viuda de un fiscal
notorio por su dureza. Le acompañaban una hija cuarentona. Extendió
sobre la mesa del director una serie de fotos de primera comunión en
que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la
señora, al menos mientras el casose aclaraba definitivamente.
El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso
misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido
a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo
hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal
acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella
identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la
noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo
lo monstruoso del caso.
Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis,
comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y
tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto
el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más
adecuado sería darle a la madre la enhorabuena o el pésame.
Al aparecido le llamaron "el niño lobo" desde que ingresó en la
Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación,
ya que el niño no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese
ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de
catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas
circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían
realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún
remoto entorno, virgen de presenciahumana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. Era un niño muy
guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía
que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una
figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos.
Era una verdadera pena.
-No te voy a llevar al cine -dijo la doctora.
Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había
trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en
provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados.
Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque
las hermanas hablaban de llevarle a California (donde al parecer las
cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había
acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel muñeco de carne y hueso,
y posponía la decisión de separarse de él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde
la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven,
y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las
connotaciones médicas y científicas del asunto, lefascinaba la
impasibilidad de aquel ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a
un gran olvido, un desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier
imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había
sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al
cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen
rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con
bastantes esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos
solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y
sólo de modo ocasional (y más como ejercitando un obligado rito
colectivo, donde lo menos significativo era el espectáculo en sí)
asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los
compañeros proclamaban como verdaderamente importante.
La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que
rodeaban al Emperador. Al parecer, se trataba de una de esas películas
de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas al
público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de
toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras
manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la
película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se
había acurrucado en la butaca y observaba la pantalla con una avidez de
apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba a
desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla
por un espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La
nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es
alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio
de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer su presa. Es
una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro
parecido al del ejército, cuyo rostro está recubierto por una mezcla
imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas
antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la
doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que
físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de
las grandes imágenes multicolores. En los ojosinfantiles persistía
aquella mirada inteligente, absorta en la percepción óptica, y la
doctora sintió una alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje
que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan
a un desierto reverberante, cuya larga, soledad sólo presiden los
restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño
color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella
insólita aventura y no percibió que el niño había soltado su mano. El
niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor,
ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como
disimulado polizón.
La nave corría rápidamente el espacio oscuro, lleno de estrellas, que
la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para
prevenir la aparición del enemigo.
Al fin, la doctora se dio cuenta de que el pequeño había soltado su
mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no
estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana
desaparicón primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.
Cuentos del Reino Secreto.