jueves, 25 de octubre de 2012

El Niño Lobo del Cine Mari. José María Merino

La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se
desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación
patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en
los impulsos que habían determinado aquellas líneas sinuosas, se
hubiera sorprendido al encontrar un universo ten exuberante: el niño
era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el desierto, mientras
ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado
preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo
polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor
de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser
atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la
larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de
liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin
transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba
una botella de largo cuello, que había sido arrojada por las olas; el
niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una
pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta
llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de
larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies,
curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se
concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las
olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho. hijo del
posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se
oculta el tesoro del viejo y feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas
ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las
frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño.
Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño
permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y
embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve
años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto,
y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos.
La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se
marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los
lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o
bocas, los bordes seccionados de las tuberías) y, tras la polvoreda,
apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y
escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo
bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
-Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo.
Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, le sacaron al
callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios
proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde
vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo
llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo, y
el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Aldía siguiente, las
dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la
mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos
ojos fijos y ausentes.
La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oírse otra vez el
cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos bizquearon
levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco
podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún
instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían
reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o
súbito interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos,
dobladas sobre el regazo.
-Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.
Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado
la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la
redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo
desaparecido hace treinta años. La señora era viuda de un fiscal
notorio por su dureza. Le acompañaban una hija cuarentona. Extendió
sobre la mesa del director una serie de fotos de primera comunión en
que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la
señora, al menos mientras el casose aclaraba definitivamente.
El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso
misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido
a causas de venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo
hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal
acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella
identidad, ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la
noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo
lo monstruoso del caso.
Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de hipótesis,
comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y
tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto
el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más
adecuado sería darle a la madre la enhorabuena o el pésame.
Al aparecido le llamaron "el niño lobo" desde que ingresó en la
Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación,
ya que el niño no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese
ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de
catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas
circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían
realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún
remoto entorno, virgen de presenciahumana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. Era un niño muy
guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía
que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una
figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos.
Era una verdadera pena.
-No te voy a llevar al cine -dijo la doctora.
Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había
trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en
provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados.
Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque
las hermanas hablaban de llevarle a California (donde al parecer las
cosas del cerebro estaban muy estudiadas), la madre se había
acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel muñeco de carne y hueso,
y posponía la decisión de separarse de él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde
la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven,
y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las
connotaciones médicas y científicas del asunto, lefascinaba la
impasibilidad de aquel ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a
un gran olvido, un desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier
imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había
sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada al
cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen
rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con
bastantes esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos
solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y
sólo de modo ocasional (y más como ejercitando un obligado rito
colectivo, donde lo menos significativo era el espectáculo en sí)
asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los
compañeros proclamaban como verdaderamente importante.
La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que
rodeaban al Emperador. Al parecer, se trataba de una de esas películas
de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas al
público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de
toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras
manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la
película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se
había acurrucado en la butaca y observaba la pantalla con una avidez de
apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba a
desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla
por un espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La
nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es
alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio
de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer su presa. Es
una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro
parecido al del ejército, cuyo rostro está recubierto por una mezcla
imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas
antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la
doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que
físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de
las grandes imágenes multicolores. En los ojosinfantiles persistía
aquella mirada inteligente, absorta en la percepción óptica, y la
doctora sintió una alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje
que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan
a un desierto reverberante, cuya larga, soledad sólo presiden los
restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño
color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella
insólita aventura y no percibió que el niño había soltado su mano. El
niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor,
ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como
disimulado polizón.
La nave corría rápidamente el espacio oscuro, lleno de estrellas, que
la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para
prevenir la aparición del enemigo.
Al fin, la doctora se dio cuenta de que el pequeño había soltado su
mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no
estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana
desaparicón primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.
Cuentos del Reino Secreto.

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